De qué hablamos al hablar de laicidad

Redacción: Gabriel González Merlano – Foto: Vin on the move / Flickr

La laicidad es un término polisémico. Existen, muchas “laicidades”, incluso opuestas una a la otra, y muchas maneras de entender la laicidad a lo largo de la historia. Pero es necesaria una correcta definición, pues mal podemos establecer lo que sea un Estado laico, con términos ambiguos o contradictorios.

En primer lugar, históricamente hablando, laicidad hace referencia a la condición del seglar, es decir, del que no es clérigo; el bautizado que pertenece al siglo –saeculum– al mundo, es un laico. Semejante concepto, de originaria significación intraeclesiástica, procede del término griego “laicos”, más tarde latinizado como “laicus”’, el cuál evolucionó, en lengua romance, a la voz “laico”. No obstante, es de justicia reconocer que el término ha sido completamente redefinido, conforme al espíritu de la comunidad eclesial de los tres primeros siglos, más fiel y cercana al modelo evangélico, por el Concilio ecuménico Vaticano II, en sus constituciones Lumen Gentium (nº 31-32) y Gaudium et spes (nº 43). Pero, también, dicho concepto se ha visto modificado sustancialmente, como resultado de la generalizada implantación, tras la II Guerra Mundial, de la nueva forma política que representa el llamado Estado social y democrático de Derecho. La misma, postula la necesaria separación que comporta la obligación que el Estado asume de no identificarse con ninguna confesión religiosa.

En segundo lugar, con el advenimiento de la modernidad, dada la oposición entre lo político y lo religioso, el término “laico” adquirió un significado ideológico, entendiéndose en forma negativa como lo “anti” religioso o “anti” cristiano. Se separó del término “secular”, es decir, de su acepción original. Mientras la laicidad es un concepto político y jurídico, la secularización hace referencia a un proceso social de erosión de las costumbres religiosas en las personas y los grupos. La secularización se desarrollará en Occidente como un proceso histórico por el cual el Estado va ocupando los espacios que antes pertenecían a una confesión religiosa. Se van separando los órdenes político y espiritual, fruto de la relación dialéctica modernidad-cristianismo. El valioso resultado de esta dialéctica ha sido el desarrollo de la libertad de conciencia y, por consiguiente, la adecuada distinción entre fe religiosa y acción política. Pero ello se ha pagado al precio de la expulsión de la religión de la esfera pública de la sociedad civil. Con la modernidad la religión comienza a ser percibida desde fuera. Es colocada en la categoría de la costumbre, o en la de las contingencias históricas; en cuanto tal se la considera opuesta a la Razón o a la Naturaleza.

A partir del siglo XVI se van delineando las diversas figuras sustitutivas de la anterior relación entre religión y política. Estas figuras son: integrismo/fundamentalismo, naturalismo ilustrado, totalitarismo y liberalismo agnóstico. La consecuencia histórica de este proceso fundamental es doble: por una parte, el uso político de la religión, tanto en sentido autoritario -religión de Estado- como en sentido liberal -religión como factor de utilidad social-. Y por otra, la reducción de la religión a un hecho privado, sin relevancia ni licitud públicas. Es menester reconocer que lo que la modernidad no ha sabido o no ha logrado pensar es la relevancia pública de la religión, mantenida en su plena identidad.

En tercer lugar, laicidad significa prescindencia de la religión por parte del Estado, una visión “a” religiosa; no hay lugar para Dios ni para trascendencia de tipo alguno. Esta acepción de laicidad es la que se entiende como laicismo, laicidad negativa, no sana, no inclusiva del fenómeno religioso, significado que se le ha dado en algunos estados democráticos occidentales. Precisamente el sufijo ismo denota una doctrina o dogma. Al respecto de este tipo de laicidad, Benedicto XVI, dirigiéndose a un colectivo de juristas, en 2006, expresaba que es la que se manifiesta como la total separación entre el Estado y la Iglesia, no teniendo esta última título alguno para intervenir sobre temas relativos a la vida y al comportamiento de los ciudadanos. Esta laicidad comporta, incluso, la exclusión de los símbolos religiosos de los lugares públicos, y especialmente en aquellos destinados al desempeño de las funciones propias de la comunidad política: oficinas, escuelas, tribunales, hospitales, cárceles, etc.

En cuarto lugar, debemos considerar la laicidad positiva, opuesta a la anterior, que defiende la autonomía de las realidades terrenas, tal como la propone el Concilio Vaticano II, y que reconoce a Dios, y a la religión, el lugar que le corresponde en la vida humana individual y social. De esta sana laicidad se derivan dos postulados básicos: la no intromisión de la religión en la política y el reconocimiento de la libertad religiosa. Las consecuencias practicas son evidentes: separación Estado-religión, que no significa que se puede confinar la religión al ámbito privado, y el deber del Estado de reconocer, proteger y promover el derecho a la libertad religiosa, fruto de la dignidad de la persona y su ser social.

En el fondo, laicidad positiva o negativa significan la convicción respecto a concebir que la religión sea necesaria para la sociedad y que la separación entre lo político y el orden espiritual sea o no algo absoluto. En definitiva, los liberales anticlericales deberían agradecer al cristianismo que en Occidente exista la laicidad como principio de las democracias, es decir, como el modo adecuado de planterse la relación del Estado con las confesiones religiosas. Fue la Iglesia Católica la que desde sus orígenes sostuvo la necesidad de la separación de poderes temporal y espititual, aunque coordinados, de acuerdo al criterio que ofreció Cristo para encontrar una justa solución al problema de la relación entre el ámbito religiosos y la esfera política: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mc 12,17).

A la vez que se consagra la autonomía del ámbito politico, se establece que su potestad es limitada, no todo es del César. El poder no es sagrado, por tanto, es relativo y está sometido a la moral, el cristiano tiene criterios superiores al Estado para enjuiciar lo político. Este dualismo del cristianismo, presente desde sus orígenes, tiene su raíz en el judaísmo, ya que Israel constituyó una excepción en medio de un mundo monista, es decir, de monarquías sagradas, donde el rey era Dios o su representante. En Israel, así como después en la cristiandad, el poder es desacralizado: sólo Dios es Dios; el Estado no es divino, ni el rey es un dios. El Estado es falible, y, por tanto, su autoridad debe ser sometida a control y limitación; el Estado no salva. Esta perspectiva cristiana, luego de muchas vicisitudes históricas, terminó por implantarse definitivamente con las definiciones del Concilio Vaticano II.

En definitiva, los conceptos de laicidad y laicismo si bien pasan a ser normativos, antes son políticos y como tales cargados de una ideología. Las diferencias semánticas, conceptuales y politicas suponen importantes consecuencias prácticas. Para algunos estados asumir el principio de laicidad significará que lo religioso sea un hecho privado que tiene vedado el ámbito público. Para otros, en cambio, la laicidad representará la aceptación de todas las cosmovisones de origen religioso sin asumir una en particular, con la que el Estado se identifique o la asuma como propia, distinguiendose así de un Estado confesional.

He ahí la diferencia entre una laicidad abierta y una laicidad rígida, fijista, “republicana”. Esta última significa separación radical entre lo público y lo privado -lugar de reclusión de la religión- y la emancipación del individuo de la religión, a la que se busca erosionar. La persona debe relegar sus creencias en aras de la integración cívica, el ciudadano se impone al creyente, como si fueran condiciones excluyentes. Este tipo de laicidad se coloca por encima de la libertad de los individuos, y no como una expresión de ella.

Ello se debe a una falsa comprensión acerca de la sociedad democrática y plural, entendida como aquella en que la relación correcta entre el Estado y los derechos fundamentales de los ciudadanos será adecuada si no se dan otros factores de mediacion. La religion sería uno de ellos, por tanto, resulta muy incómoda, aunque tolerable en la medida que esté recluida en la esfera privada del sujeto. Pero, obligar a los creyentes a comportarse como si no fueran creyentes ¿no es un precio demasiado alto para vivir en sociedad? Sobre todo, ¿estamos seguros de que eso no quita algo positivo a la sociedad? Al menos en principio, no se debería excluir la motivación religiosa en el ámbito público, simplemente por el hecho de que el Estado laico debe ser garante del derecho humano fundamental a la libertad de religión. La laicidad es garantía de libertad religiosa, esa es su finalidad, de lo contrario carece de fundamento, legitimidad y valor.

Artículo publicado originalmente en quincenario Entre Todos Nº 475.