Uno de los más importantes maestros de la cultura laica, el reconocido jurista Norberto Bobbio extrañó a muchos cuando rechazó acompañar con su firma el Manifiesto laico, elaborado en 1998 por algunos eminentes intelectuales italianos. Cuando le piden a Bobbio que explique públicamente su negativa a adherirse a esta iniciativa, responde: “Si por laicismo se entiende una actitud de defensa intransigente de los ‘supuestos’ valores laicos, contrapuestos a los religiosos… y de intolerancia hacia las creencias e instituciones religiosas, su Manifiesto me parece más laicista que laico”. Entre otras cosas afirma: “El espíritu laico no es en sí mismo una nueva cultura, sino la condición para la convivencia de todas las posibles culturas. La laicidad expresa más bien un método que un contenido”. Retóricamente se pregunta, luego, si hay valores laicos en oposición a los religiosos, y su respuesta es negativa.

Estos conceptos de Bobbio perfectamente pueden emplearse para responder al recientemente presentado proyecto de ley sobre Consejo de Laicidad. Creo que este proyecto parte del mismo error que denuncia Bobbio, que consiste en no entender que la laicidad expresa un método más que un contenido. Por tanto, no enfoca lo esencial, y así se seguirá defendiendo que hay muchas laicidades y que la uruguaya es una de ellas, por más que no sea inclusiva de las manifestaciones religiosas. Que la laicidad sea solo un método quiere decir que es un medio, es instrumental al contenido, al fin, que es la libertad religiosa.

Está muy bien la expresión con la que comienza la exposición de motivos del proyecto de ley: “La laicidad es un principio constitucional de primer orden”. Pero hay que aclarar que no es “el principio”, sino que es uno más de los principios informadores sobre derecho religioso que consagra el artículo 5º de la Constitución, junto a los principios de igualdad y cooperación. Sin embargo, todos ellos dependen del principio fundamental, que es el derecho humano a la libertad religiosa. El artículo 5º en primer lugar expresa: “Todos los cultos son libres en el Uruguay” (libertad religiosa) y, en segundo lugar: “El Estado no sostiene religión alguna” (laicidad). Si entendemos la laicidad, como debe ser, en clave de libertad de religión y creencias, aun reconociendo que hay muchas laicidades, no podemos negar que algunas de ellas son más apropiadas para la defensa de dicho derecho fundamental, al que la laicidad sirve. Serán más efectivas las laicidades que defienden y promocionan que las que solo toleran al factor religioso, por cuanto, sigue siendo válido distinguir entre laicidades propositivas y laicidades no inclusivas. El espíritu del proyecto de ley claramente se encuadra en el segundo tipo.

En el derecho comparado hoy no se discute el carácter rector del principio de libertad religiosa en el tratamiento jurídico de la religión, ya que es el principio primero y fundamental para calificar al Estado en materia religiosa. Sin embargo, desde hace un siglo, en Uruguay nos persigue un doble error: creer que la laicidad es un fin en sí mismo y no un método, y hacer extensivo este método o instrumento estatal a la sociedad. La sociedad es el espacio de la manifestación plural de las creencias, son laicos los estados no las sociedades. El valor a defender es la libertad religiosa, que como derecho fundamental, es la expresión ética del respeto a la dignidad de la persona humana, base de toda sociedad. De ahí el Estado asume su posición y su compromiso en la promoción de los derechos religiosos, como parte del bien común. La “base del sistema democrático republicano” (artículo 1) no es la laicidad, es la libertad religiosa.

Estoy de acuerdo con la identificación que se realiza en el artículo 1 del proyecto de ley entre laicidad y neutralidad del Estado. La neutralidad es un concepto más preciso, y jurídico, que el ambiguo y equívoco concepto de laicidad. La laicidad, que supone un Estado neutral, no es el calificativo religioso del Estado, sino el calificativo estatal de la regulación jurídica del factor religioso, entendido y tratado exclusivamente como factor social que forma parte del bien común. La laicidad, entendida en forma propositiva, supone la no exclusión del factor religioso, afirma la relevancia pública del mismo.

En cambio, la laicidad excluyente del factor religioso no se aviene con la sociedad democrática plural en la que vivimos, y representa un modelo obsoleto, pues no podemos justificar en pleno siglo XXI un Estado pasivo, sino promotor de los derechos y libertades de los ciudadanos.

En este sentido, volvemos al papel instrumental que tiene la laicidad estatal, como garante de la libertad religiosa en interdependencia con los demás derechos fundamentales. Un Estado laico debe ser un Estado neutral, pero no neutralizador del factor religioso, ocultado en el ámbito público. La separación o aconfesionalidad no significa indiferencia a la religión. El fundamentalismo laico, que pretende instaurar “valores republicanos laicos” como opuestos a los “valores religiosos” no favorece el derecho a la libertad de religión. Esta no es una concesión del Estado al ciudadano, sino un derecho que surge de la dignidad de la persona. La democracia hoy exige la plena realización de la libertad religiosa y los derechos humanos, como condición de un Estado de Derecho, más aún, de un Estado de Derechos.

No se trata, entonces, de proteger el instrumento, sino el fin. En este aspecto, sería más apropiado, antes que una ley sobre laicidad, una ley de libertad religiosa, que contribuya a potenciar y delimitar, dentro del bien común, el ejercicio de dicha libertad. Se trata, en definitiva, de ubicar la religión dentro del ámbito público y no defenderse de ella. Esto se manifiesta claramente cuando en la exposición de motivos se habla de “sospechas de desviación”, lo que suscita dudas y preocupaciones: ¿Hablar públicamente de religión es desviarse? ¿El creyente para participar en la razón pública debe despojarse de sus convicciones religiosas? Es peligrosa, por anti democrática, esta función de policía administrativa ante las manifestaciones religiosas que anima a este proyecto de ley. Existe mucho riesgo de caer en una “persecución educada” o “políticamente correcta”.

Este peligro se encuentra al invocar el artículo 58 de la Constitución (artículo 1), que prohíbe el proselitismo en las dependencias públicas. Pero, ¿cuál es el límite entre una manifestación lícita y una proselitista? De hecho, es posible hablar de religión sin intención de hacer prosélitos, de lo contrario habría que excluir totalmente la libertad de expresión de tipo religiosa, lo que sería lesivo a la libertad religiosa. El proyecto pretende alejarse de los “regímenes excluyentes” donde existe solo la posición “oficial” y los “disidentes” son aplastados por la “burocracia estatal”. Pero, termina muy cercano a ellos al pretender instaurar una única moral laica, al estilo de una religión civil. La laicidad debería ser el espacio de integración de valores diversos entre dos alternativas extremas, ambas excluyentes: el confesionalismo y el indiferentismo religioso.

Por otra parte, hay un énfasis especial en la educación. Estoy de acuerdo en lo que se expresa en el artículo 1, que reproduce el artículo 17 de la ley Nº 18. 437, sobre Educación. Allí se establece una sana laicidad, al garantizar “la confrontación racional y democrática de saberes y creencias” en el ámbito de la enseñanza. Esto no necesita ninguna vigilancia, pues es evidente la distinción entre contenidos de religión o creencias a nivel cultual general y los contenidos confesionales en particular.

Estas son solo las principales ideas de fondo por las que creo inadecuado este proyecto de ley en una sociedad democrática plural e inclusiva. En definitiva, el que no responda a la promoción del derecho humano fundamental a la libertad religiosa hace innecesaria una crítica más pormenorizada al conjunto de despropósitos que se proponen. Si existe un Estado de libertad religiosa no es preciso hablar tanto de laicidad.

por P. Gabriel González Merlano (publicado en La Mañana)