¿Y si hablamos de sinodalidad?

Seguramente hablar de “sínodo” nos resulte familiar. Tal vez no tanto hablar de “sinodalidad”. Sin embargo será una palabra muy presente a nivel eclesial, al menos por dos años. El papa Francisco, ha anunciado para 2022 un sínodo: “Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión”.

Esta clave “sinodal” ha definido a la Iglesia desde sus orígenes. Hagamos memoria. Vayamos a aquellos tiempos de Pedro y Pablo. La comunidad de Antioquía está en difícil situación. Debe decidir si es necesaria o no la circuncisión de los gentiles, y para ello, Pablo y Bernabé van a Jerusalén. Allí se reúnen y toman la palabra, apóstoles, presbíteros, fariseos, Pedro y Santiago. (Hech 15). Cada uno con su historia y su experiencia, pero con la misma fe en el mismo Señor y animados por el mismo Espíritu.

En comunión, disciernen, redactan y remiten una carta en la que declaran: “Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponerles más cargas que las indispensables”.

Estas comunidades, hacen su camino juntas. Viven la sinodalidad activa y responsablemente. Se reconocen, recíprocamente, como partes de un mismo cuerpo. Hacen propias las situaciones concretas de una y otra.

Van “hacia el Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo”, y “en el don y el compromiso de la comunión, encuentran la forma y el objetivo de la sinodalidad, que es el modo de ser y actuar del Pueblo de Dios” (Comisión Telógica Internacional, 45/2018)

El camino sinodal es un proceso laborioso que pide actitud fraterna, vigilancia constante y diálogo transparente, en busca de la comunión que no “masifica” sino que identifica y armoniza.

Es claro que a lo largo de dos milenios ha habido cambios. Algunos muy cercanos.

Pasado el Concilio Vaticano I se dieron movimientos y trabajos intensos a nivel de las Sagradas Escrituras, la Tradición, la Patrística y la Liturgia que, luego, el Concilio Vaticano II tradujo en una eclesiología autocrítica y renovadora.

Partiendo de una visión cristocéntrica y con una clara impronta trinitaria se revitalizó la expresión comunitaria de la Iglesia Pueblo de Dios (LG 13).

En la Constitución Lumen Gentium la Iglesia se reconoce “en Cristo, como un sacramento, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”.

Llamada a “iluminar a los pueblos”, sabiendo que no posee luz propia, confía en que con la mirada puesta en el Señor, no habrá de faltarle “la luz de Cristo que resplandece sobre su rostro” (LG 1).

La Iglesia se asume en una doble tensión de fidelidades activas: fiel a quien la envía y fiel a quienes es enviada. Desde ahí se promoverán los sínodos y se fortalecerá la autoconciencia de sinodalidad.

Al cierre del Concilio, en un motu proprio, Pablo VI promueve el Sínodo de los Obispos para la Iglesia Universal, con el fin de informar y aconsejar al papa y a los demás obispos.

En este contexto la Iglesia sinodal se entiende al servicio de la misión que la define y define a todo bautizado, más allá del lugar que ocupe en el cuerpo eclesial.

Evangelizar es su misión, única y constitutiva, en cambio, los carismas que sirven a esta misión son múltiples. El papa Francisco ilustra esta idea con la imagen de la pirámide invertida. La base por encima, la cúspide por debajo. Muestra una Iglesia que descarta el “poder” del cargo, y rescata la “autoridad” del servicio. Este concepto, se resume en la fórmula del papa Gregorio Magno: “Soy el siervo de los siervos de Dios” (VI).

El servicio es la fuente y el soporte de su autoridad y de toda autoridad en la Iglesia. En Evangelii Gaudium (236) el papa retoma la geometría y afirma que “el modelo ―no es la esfera― sino el poliedro, que refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan su originalidad”.

Claro que, antes, Jesús ha sentenciado: “el que quiera ser primero, que se haga último”.

Conocido el tema del próximo sínodo, la pregunta es ¿cómo se alcanzará la sinodalidad?, especialmente en términos de participación.

El anuncio establece una primera etapa de trabajo en las Iglesias particulares, una segunda en las provincias, regiones eclesiásticas y conferencias episcopales, y una tercera en la Iglesia universal.

Sin duda, serán oportunidades y desafíos abiertos a todos y a los que cada uno, a su tiempo y a su modo, deberá responder. Los laicos lo haremos desde nuestra condición y en nuestra circunstancia. Puesto que, todo bautizado, integrado en el Cuerpo de Cristo, “debe ser ante el mundo un testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús” (LG 38). Es decir: “Lo que el alma al cuerpo, han de ser los cristianos en el mundo” (Carta a Diogneto).

Será un tiempo intenso, de oración, de búsqueda, de reflexión, de discernimiento y de trabajo. Todos estos empeños, convenientemente sembrados en el humus fértil de la sinodalidad y al cobijo del Espíritu Santo, darán fruto sano y abundante.

En su Soñemos juntos, el papa advierte que vivir procesos en un mundo que no espera, demandará paciencia, prudencia y, en lengua rioplatense, disposición para “acampar hasta que aclare” cuando la circunstancia así lo requiera (pág.97).

Un tema abierto, si los hay, y sobre él, habrá que volver oportunamente.

por Emilia Conde